El lobo estepario de Cerdedo

Ya no queda nadie en Cerdedo que pueda relatar la llegada de aquel hombre un día del mes de septiembre del año 1962. Vestido de blanco de la cabeza a los pies, su presencia posiblemente no hubiese pasado desapercibida al bajar del autobús, porque tuvo que cruzar por delante de un estanco y un bar antes de llegar a su destino.

Y si alguien lo hubiera saludado en ese trayecto, Aquilino Rodríguez de la Iglesia habría pasado de largo y en silencio.

Su destino era la Casa Troitiño, una tienda de ultramarinos que también era un bar y pensión. Ocupaba una amplia vivienda de dos pisos. Su propietario, Tino Troitiño, vendía vino por los lugares de la parroquia.

Filomena, su hermana, se sobresaltó. También Cándida, la madre de ambos. Al llegar al comedor, rectangular, de banco corrido, con la cocina en uno de sus extremos y el televisor en lo alto del otro, se encontró con el visitante. Les dijo que venía para quedarse, sin rodeos y con una expresión imperativa.

Pudo haber realizado el viaje desde Pontevedra en el autobús de color azul de la empresa La Unión, que finalizaba en Forcarei, o en el Auto Industrial, amarillo, cuyo destino final era Ourense y conocían en el pueblo con el nombre de El deportivo.

También cabe la posibilidad de que hubiera subido al Gómez de Castro, que tenía en Lugo su última parada y era de colores gris y magenta. En la más pura lógica tiene cabida la hipótesis de que la anterior escala de su viaje hubiese sido Vigo o Pontevedra, hasta donde debió llegar en un tren desde algún lugar de Castilla La Vieja.

El misterio provocado por aquel forastero de tan peculiar forma de vestir en una España en blanco y negro en la que predominaban los tonos oscuros quedó resuelto al saberse que se trataba del nuevo secretario del Concello de Cerdedo.

El acta de toma de posesión de la plaza en propiedad fue redactada el día 15 de septiembre de 1962 por al alcalde, Manuel Varela, y el secretario accidental, Rodrigo Lueiro. Ambos comprobaron la validez de la documentación que portaba Aquilino Rodríguez y la enviaron al Gobierno Civil dos días después.

Así comenzó una etapa que iba a prolongarse hasta su jubilación, el 29 de enero del año 1977. Educado, discreto y silencioso, bajaba por la rampa o las escaleras situadas enfrente a la pensión y cruzaba la carretera para ir a la iglesia.

Este itinerario no tardó convertirse en un martirio, porque para acceder al templo tenía que rodear la plaza, el lugar donde la chavalada jugaba al fútbol.

Hacía gestos como suplicando un alto en las hostilidades y escondía la cabeza entre los brazos tratando de protegerse de los balonazos que nunca recibió y fueron siempre uno de sus temores.

Un día, el alcalde Manuel Varela tuvo sobre la mesa de su casa un edicto elaborado por el secretario en el que hacía constar la prohibición de jugar al balompié a las horas que se celebraban las misas, con multas de hasta 25 pesetas para quien lo incumpliese.

Si el regidor lo hubiese firmado, su hijo, José Manuel, conocido entonces por el sobrenombre de Pirri, habría sido uno de los sancionados porque era de los que se aplicaban en la tarea de pegarle puntapiés a la pelota para que rebotase en la pared cuando pasaba.

Junto con el fútbol, los perros le infundían terror. No había casa sin uno o varios canes, que circulaban a sus anchas, y de camino a la Casa Consistorial era frecuente verlo atemorizado ante la presencia de alguno, incluso el más manso y menudo.

Tal circunstancia no pasó desapercibida a los chavales, que enseguida descubrieron otro modo de divertirse a su costa. Lo hacían ladrándole, y más de uno tuvo que andar ágil para esquivar una pedrada del secretario.

Eran tiempos en los que la plaza y los callejones que rodeaban el edificio del Concello se convertían en escenarios estratégicos cuando jugaban al escondite. Allí se encontraba la prisión, y los chavales se encaramaban por la pared y curioseaban a través de la ventana si había algún detenido.

También en este lugar dejó su huella un hombre a quien unos conocían como don Aquilino y otros le llamaban el señor Rodríguez. No había saneamiento, el váter estaba situado en el primer piso, y sus evacuaciones caían en un receptáculo cuadrangular.

El alguacil se encargaba de limpiarlo, para lo que quitaba una portezuela de madera que más de una vez se olvidó de colocar durante meses, dejándolas a la vista de los viandantes hasta que formaban una montaña. La caca de don Aquilino, decían los chavales con una curiosidad escatológica que ninguno disimulaba.

Le repugnaba ver a la gente que pedía en la calle. «No debería haber ningún pobre», decía. Pero de esta frase resulta imposible deducir si los compadecía o los hubiera eliminado si de él dependiese. Todos los días cruzaba el pasillo de la iglesia para depositar una limosna en el altar de san José.

No tenía horarios, era frecuente ver la luz de su despacho encendida a altas horas de la madrugada, y tanto Manuel Varela como su sucesor en la Alcaldía, José Luis Jorge, resaltaron su competencia, profesionalidad y rectitud.

Recibía un trato exquisito en la Cafetería Las Torres o en el Hotel Rías Bajas cuando pedía una copa de vino, que pocos podían pagarse, y se sentía a gusto paseado por Pontevedra, lejos de los perros y los chavales que le ladraban.

Con una gabardina que no se quitaba de encima en todo el año, y siempre de blanco, comenzó abandonarse cuando se jubiló. Andaba con la ropa sucia y la cremallera bajada. En una ocasión recibió la visita de un familiar al que no quiso atender.

De su pasado solo quedaron unos pocos trazos. Entre los meses de abril y septiembre del año 1962 trabajó como secretario del Juzgado de Los Corrales de Buelna (Cantabria).

Francisco Javier López era entonces un oficial y cuenta que alquiló una habitación de la casa de los dueños de una gasolinera. «Siempre me pareció un pobre hombre, de aspecto deplorable, enfermizo, delgado y con una venda colgada de una mano. La gente se preguntaba cómo podía ser el secretario del Juzgado», recuerda

Como Varela y Jorge, califica de «intachable» su comportamiento profesional y de «clara, bonita y elegante» su caligrafía».

«No hay manera de saber nada de ese hombre», responde Santos Dehesa. Es el alcalde pedáneo de Sandoval de la Reina, la localidad burgalesa donde nació Aquilino Rodríguez de la Iglesia el 29 de enero de 1907.

El hijo de Daniel y Plautila recibió una carta en el año 1943 en la que su hermano Valentín le hacía saber de su alegría al saber que se encontraba mejorado y que su madre había abandonado el hospital para regresar al pueblo. Pasado algún tiempo le entregaron otra en la que le comunicaba su muerte.

Entonces, Aquilino Rodríguez se encontraba interno en el Manicomio de Provincial de Valladolid. Comentaban que un desengaño amoroso podría explicar su comportamiento. Las dos décadas transcurridas hasta su llegada a El Corral de Buelna quedan difuminadas entre la niebla del silencio.

Filomena Troitiño podría haber arrojado luz sobre su historia, pero la enfermedad del olvido se lo impide. Algún día, ella ocupará un nicho en el panteón de la familia que acogió a aquel lobo estepario y donde fue enterrado un día del mes de marzo del año 1986.


Diario de Pontevedra (24-03-2012)

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