La tarde que estremeció Vilagarcía


Dos días al mes, Alicia Presas Valladares visita el cementerio de Vilagarcía. Accede por la calle San Roque a la avenida de As Carolinas y, siguiendo un trayecto casi recto, llega al camposanto, situado a unos dos kilómetros, en la recta de Rubiáns.

A medio camino se encuentra una casa, en el margen izquierdo de la calzada. Enfrente, un palacete que dejó de ser vivienda para convertirse en sanatorio antes de cerrar sus puertas y, un poco más adelante, una finca cuya visión tapan las edificaciones.

En estos escenarios vivió Alicia Presas la tragedia de mayores dimensiones registrada durante los últimos tiempos. Una explosión, en la Pirotecnia Valladares, se llevó por delante ocho vidas: las de su madre, los dos hermanos, los abuelos maternos y dos tíos, además de un trabajador.

Sucedió el día 17 de junio de 1960. «Lo recuerdo perfectamente, como te estoy viendo en estos momentos», responde Alicia Presas, «eran las seis menos diez de la tarde», apunta.

Y era una jornada calurosa en la que se afanaban preparando dos de los combates navales que hoy, como entonces, reúnen a miles de espectadores: los de Bouzas (Vigo) y Vilagarcía.

Los talleres se encontraban en el extremo de una finca rectangular, de unos cien metros de largo por sesenta de ancho, propiedad de los Valladares, en la que trabajaban jornaleros de Cea.

Ella tendría que estar allí porque estaba de vacaciones, pero el día anterior se había aburrido y no quiso volver. Se encontraba con su tía, en la casa de As Carolinas, que preparaba la merienda para los jornaleros.

«Estaba con su hija, que tendría menos de dos años, el porche era muy grande, escuché un gran estruendo y me cayeron encima los cristales, clavándose en la cabeza y los brazos. Lo primero que hice fue proteger a la niña», narra Alicia Presas.

Su tía imaginó de inmediato qué había sucedido. «eQuedé quieta, como atontada, y empezó a llegar gente», afirma. Momentos después, la llevaron al palacete situado enfrente, de la familia Berengua, amiga de sus abuelos.

Cuando cruzó la avenida vio pasar lo que llamaban entonces un isocarro (un remolque tirado por una moto). «Vi unas piernas colgando y chamuscadas; ese recuerdo me quedó», apunta.

Y poco más, porque de inmediato la trasladaron a casa de un familiar que vive en Pontevedra.

Por eso no pudo ver a una muchedumbre dirigirse hacia As Carolinas después de que una tremenda explosión, a la que siguieron otras de menor intensidad, que dejaron como corolario una gran columna de humo elevándose en el cielo, similar al hongo producido por las bombas atómicas, que se veía desde cualquier punto del concello.

Por el norte, el sonido llegó hasta Catoira y Rianxo a través del cauce del río Ulla, y hacia el sur, en Vilanova, A Illa y Cambados supieron de inmediato que algo terrible acababa de suceder en aquella tarde bochornosa.

Dos mujeres que trabajaban en unas fincas próximas resultaron heridas. Una con lesiones en la columna y la otra con heridas de pronóstico leve.

Los cristales del Instituto Laboral (hoy, Castro Alobre), saltaron por los aires, al igual que los techos de varias aulas, y las estructuras de varios edificios de Vilagarcía temblaron.

De las seis casetas y almacenes en las que elaboraban y guardaban los artefactos, que al explotar trazaban dibujos de colores en el cielo desaparecieron, hoy sólo queda el cráter donde se encontraba una, y el fragmento del muro de otra, ambos cubiertos de maleza, en un prado donde las cabras pacen y las gallinas picotean.

Aprisionado entre los escombros, su abuelo, Eduardo Valladares pudo gritar y un policía local logró rescatarlo ayudado por un vecino. El hermano de éste, Ramón Emilio, fue hallado en medio de un amasijo de hierros todavía candentes. José Dasilva, un trabajador de Catoira que no pertenecía a la familia, quedó carbonizado.

Los cuerpos de su madre, Alicia, de 38 años; sus hermanos, Rogelio y María del Carmen, su abuela Jesusa y su tía Dolores salieron despedidos a una distancia de entre 15 y 20 metros. Algunos fueron trasladados a centros sanitarios de Pontevedra, pero todos fallecieron poco después del suceso.

«El cuadro de la tragedia puede decirse, sin hipérbole, que era francamente espeluznante, ya que algunas personas aparecían totalmente mutiladas», describía César Morales Ben en su crónica de El Pueblo Gallego fechada el día 18 de junio.

«Vilagarcía no recuerda nada parecido en su historia», subrayaba el día siguiente. El lunes 20 se celebró la ceremonia fúnebre, en la que el alcalde, Jacobo Rey Daviña, estuvo acompañado por sus homólogos de Cambados y Pontevedra; el gobernador civil, Antonio Puig, y el obispo de Santiago, Quiroga Palacios.

«La gente, en silencio, fue retirándose a sus labores, quedando en el ambiente una nota triste que tardará mucho tiempo en desaparecer de la memoria de quienes vivieron aquellos instantes de destrucción». vaticinaba entonces César Morales Ben.

Una semana después, le contaron a Alicia Presas todo lo sucedido. En aquel momento no era consciente de lo sucedido. «Veía salir humo de la zona donde estaban los talleres», afirma. Fue entonces cuando que aquellas piernas eran las de su hermano Rogelio, un chavalote de 18 años que jugaba al baloncesto.

En sus planes figuraba un viaje a Barcelona, con el grupo de baile de la Sección Femenina, y había acudido junto al abuelo. «La explosión se produjo cuando estaba entrando en el taller», señala.

Su padre, un militar que se encontraba en un hospital de Madrid, poco o nada quería saber de la familia. Alicia fue internada en un colegio de monjas y a los 16 años se casó con Carlos. «La vida empezó a sonreírme», comenta.

Fue su marido quien acompañó a sus cuatro hijos a ver el espectáculo pirotécnico de las fiestas de Vilagarcía. Tiene 63 años y volvió a hacerlo para vivir con sus cinco nietos la emoción que provoca ver el cielo plagado de amebas, peces o flores que se difuminan en un instante.

Diario de Pontevedra (3-10-2010)

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