La muchedumbre se amontonaba en los muelles con la vana esperanza de subir a alguno de los barcos con banderas extranjeras que permanecían fondeados en la bahía y huír de una matanza anunciada. Así pasaron días y semanas. Las madres abrazaban a sus bebes muertos, otras parían en medio de la desesperación, los llantos y los gritos. Antes de emprender el éxodo hacia el mar habían cortado las patas a los animales de carga, porque no podían llevárselos y los arrojaron al agua. Las hélices de los barcos se atascaban con los cadáveres. Y los griegos entraron en Esmirna, llevandose por delante a la población en el año 1922. Muchos eran armenios. 50.000, tal vez. Aristóteles Onassis lo rememora en la cubierta del yate Christina en una plácida conversación con Winston Churchill mientras comparten el licor de una noche de primavera. Todos los años, unos 200.000 armenios suben al monte Yeveran para recordar al millón y medio de compatriotas víctimas del imperio Otomano. Es un holocausto que no figura como tal en los libros de texto y que además de la ONU y el Parlamento Europeo muy pocos estados reconocen. En París, Teherán y muchas otras ciudades también salen a la calle para contribuír, desde la distancia, a que la llama se mantenga viva al pie de la montaña. Desde la 1ªGuerra Mundial denuncian un genicidio olvidado. Armenia logró su independencia en el año 1921 y tiene 3 millones de habitantes de los que buena parte viven lejos de su tierra. Bastaría con extrapolar las cifras a cualquier país para comprender las inmensas dimensiones de la barbarie. Provoca escalofrios pensar que a estas alturas las democracias del mundo sigan mirando a otro lado.

Diario de Pontevedra (29-04-2005)


chispa negra
12/05/2010
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